LA UNIÓN EUROPEA
El proceso de unificación de Europa occidental, caracterizado por numerosas demoras, rodeos y rupturas, extrajo dinamismo político de la unión de Francia, la República Federal de Alemania, Italia, Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo para formar la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) en 1951. El proyecto ligado a la CECA de una Comunidad Europa de Defensa excluía desde un principio a los países neutrales; también Gran Bretaña hubo de quedarse fuera debido a las diferencias franco-británicas en cuanto al papel de los Estados Unidos, a pesar de la idea de un ejército europeo que había sido concebida por Churchill.
El tratado de Roma del 25 de marzo de 1957, por el cual nacieron la Comunidad Económica Europea (CEE) y la Comunidad Europea de Energía Atómica (Euratom) se propuso como objetivo la libre circulación de mercancías (Unión Aduanera), la libre “circulación de personas” (libertad en la elección de lugar de trabajo y de residencia). Las demás intenciones en política de ordenamiento sólo se concretaron en el sector agrario y en la política de comunicaciones. El Euratom debía coordinar la investigación nuclear y el empleo de la energía nuclear con fines pacíficos.
Las esperanzas de que Europa occidental pudiese constituirse a la larga en la tercera fuerza política junto a las superpotencias se basaban en la confianza en un proceso dirigible conforme a la economía de mercado de la Unión Económica que, por sus resultados, habría de extenderse necesariamente a otros ámbitos políticos para desembocar en una unión política.
La unión aduanera se llevó a cabo mediante reducciones aduaneras por etapas en el interior desde 1959 y mediante una tarifa exterior común hasta julio de 1968. La reconducción de las corrientes comerciales a favor de CEE, reflejada en la mejora de la balanza de pago de los Estados miembros en el aumento del intercambio de productos dentro de la Comunidad, impulsó al presidente de los Estados Unidos, J.F. Kennedy, a integrar también el comercio mundial en la política exterior americana de nueva fórmula. Con el lema de la “amistad atlántica”, los Estados Unidos trataron de conseguir reducciones aduaneras en el comercio con Europa occidental, las cuales se hicieron realidad dentro del marco del General Agreement o Tariffs and Trade (GATT, desde 1947) en dos etapas: 1961-1962 (Dillon round) y 1964-67 (Kennedy round).
Un tratado de fusión, que entró en vigor el 1 de enero de 1967, incluye a la CEE, la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero y el Euratom dentro de la Comunidad Europea, en la que Dinamarca, Italia y Gran Bretaña (antes miembros de la EFTA acogió a Islandia en 1970; desde 1978 existió un grupo de trabajo conjunto entre la EFTA y Yugoslavia. Después de que hubieran fracasado en 1959 los esfuerzos por crear dentro de la Organización Europea de libre comercio, Gran Bretaña siguió adelante con el proyecto de una pequeña zona de libre comercio instituida a través de reducciones aduaneras y abierta también por ello a los países neutrales. La Convención de la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA) sería firmada el 20 de noviembre de 1959 por Dinamarca, Gran Bretaña, Noruega, Austria, Portugal, Suecia y Suiza. Teniendo en cuenta el fraccionamiento geográfico de la EFTA, sólo Escandinavia constituía un espacio cerrado. Finlandia se unió en 1961 a la zona de libre comercio al renunciar a sus relaciones especiales con el Comecon, fijadas en 1973 en un tratado de cooperación multilateral, económica, científica y técnica.
En 1959 Europa se hallaba dividida en tres partes desde el punto de vista de la política comercial, pues además de la CEE y de la EFTA existía también un grupo de “países europeos en desarrollo”: Islandia, Irlanda, Grecia, Turquía y España.
En vista de los éxitos logrados por la CEE, Irlanda, Gran Bretaña, Dinamarca (1961) y Noruega (1962) trataron de iniciar conversaciones acerca de su ingreso, interrumpidas por el presidente francés De Gaulle en su conferencia de prensa el 14 de febrero de 1963 con su famosa frase “Inglaterra no está preparada para entrar en el Mercado Común”. La aparición a desempeñar el papel de gran potencia independiente dominó también la política europea gaullista. Por una parte, Francia dependía del potencial económico de la Europa occidental continental, principalmente de la República Federal de Alemania; por otra parte, y por tal aspiración no podía aceptar la competencia de Gran Bretaña “atlántica” ni tampoco ceder a la voluntad de integración de los “europeos”, sobre todo en la Comisión. Así, con la política de “silla vacía” en el Consejo de Ministros en 1965-66, y el rechazo de la segunda tentativa de ingreso en 1967, Francia provocó una grave crisis en las comunidades europeas, fundidas entretanto en una sola comisión. Para la vuelta de Francia el Consejo de Ministros, que hasta ese momento había tomado sus decisiones por mayoría, los restantes países de la CEE pagaron en enero de 1966 un alto precio por su aprobación de principio de unanimidad “en caso de intereses vitales”.
La ampliación de la CEE en 1973 y 1981, el proyectado ingreso de España y Portugal, las diferentes tasas de inflación y fluctuaciones monetarias, las desigualdades regionales y, en buena medida la relación con los países del Tercer Mundo que dependen de la exportación de productos agrícolas se han convertido en una carga adicional para el mercado común agrario. Cierto es que la integración avanzada es la que ha tenido lugar en este campo; en el presupuesto de la CEE, de un importe total de 37.000 millones de marcos alemanes (1979), sólo la agricultura consume las tres cuartas partes, de las cuales, a su vez, la parte del león recae en las medidas de protección de los precios. La disputa surgida en 1979 en Gran Bretaña y los restantes países de la CEE acerca de la redistribución de la financiación del presupuesto comunitario hizo más que patente la necesidad de una reforma del mercado agrario comunitario.
Tras el debilitamiento a consecuencia de los disturbios de mayo de 1968 y retirada del general De Gaulle, Francia adopto una actitud más conciliadora. En la cumbre de La Haya de 1969, el presidente Pompidou dio luz verde a las negociaciones para el ingreso en la CEE), los países restantes del EFTA mantuvieron la zona de libre comercio firmando con la CEE, a excepción de Finlandia, un acuerdo preferencial.
La ampliación de la Comunidad Europea y el impulso inicial para la unión económica y monetaria coincidieron con la primera ofensiva de precios del crudo de los países exportadores de petróleo en el otoño de 1973 y con la crisis económica mundial provocada por ella. El informe del Club de Roma –organización informal de científicos e industriales prestigiosos-, aparecido en 1972, acerca de la “situación de la Humanidad” agudizó la toma de conciencia de una amplia capa de la opinión pública sobre los peligros del crecimiento de la población mundial del consumo de materias primas no regenerables y de la contaminación ambiental. El anunciado “fin de la sociedad del desarrollo” hizo nacer en muchos el deseo de “escapar” de la sociedad moderna para retirarse al supuesto idilio de las formas de vida preindustrial en el entorno abarcable de la propia región o provincia. La falta de diálogo entre los partidarios de tales “contraculturas” –principalmente jóvenes- y de los defensores de la sociedad tradicional de consumo y logro ha favorecido en muchos países de Europa Occidental un clima de violencia que, entre tanto, también ha alcanzado a “islotes de tranquilidad” como Suiza.
La coyuntura favorable y el pleno empleo provocaron a fines de la década de 1950 un gran movimiento emigratorio de trabajadores extranjeros de las regiones económicamente menos desarrolladas hacia los países más industrializados: República Federal de Alemania, Francia, Suiza, Gran Bretaña, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo y Suecia. Lo determinante, por parte de los emigrantes, era el deseo de obtener mejores salarios y por parte de los empresarios de Europa occidental, la necesidad de mano de obra suplementaria, sobre todo de peones. A mediados de la década de 1960, Suiza registraba el porcentaje más elevado de extranjeros dentro de la población. Pero en tanto que la integración de trabajadores cualificados y culturalmente “similares” de Europa occidental no ocasionó apenas problemas, como lo demuestran los ejemplos de alemanes y franceses en Suiza o de finlandeses en Suecia, la afluencia de argelinos a Francia, de turcos a la República Federal y de trabajadores de color de los países de la Commonwealth a Gran Bretaña encerraba un considerable potencial de conflictos sociales no sólo con respecto a la integración estatal (lengua, escolarización de los hijos de los trabajadores extranjeros, vivienda), sino también con respecto a los trabajadores autóctonos y a los sindicatos. El hecho de que los emigrantes ocupasen, por regla general, puestos de trabajo rehuidos por los trabajadores del país de acogida dio lugar al nacimiento de un nuevo proletariado que, debido a su diferente manera de ser cultural y étnica, vivía en un gueto social. En los países de origen con la emigración se resolvió ciertamente a corto plazo más de un problema social, pero a la larga se consolidó el subdesarrollo. Con el aumento de las cifras de desempleo desde 1973, los gobiernos europeos occidentales trataron de frenar o cortar, por distintos caminos y con diferentes resultados, la afluencia de trabajadores extranjeros afectados, sino también los empresarios de las ramas que no podían prescindir ya de los trabajadores extranjeros.
viernes, 20 de mayo de 2011
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